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Una manera posible de cifrar los golpes de la vida sería el registro de cada uno de los choques que se suceden a diario. Más o menos aparatosos, con pérdidas o raspones leves o severos. Un día cualquiera, en el momento menos pensado, los frenos no responden y el automóvil del año, el taxi, camión, autobús de pasajeros y hasta la ambulancia destinada al auxilio, se encuentra con algún obstáculo insalvable. En un barrio elegante de la capital argentina o en una calle anónima, en plena avenida o en un despoblado sin nombre, en una noche cerrada o a plena luz del día, se esconde un imprevisto. 

 

Tras el impacto físico, tras los gritos de dolor, las contusiones y la sangre que brota de heridas, está simplemente la constatación de un hecho. Diego Levy hace “el levantamiento” o el reconocimiento de un hecho que viene a perturbar la diaria secuencia de nuestras  vidas. 

El autor de Choques nos deja solos, aún más solos, ante la imagen de un objeto que, por contagio y de facto, deviene doblemente solitario y silencioso. Y es que más allá del latido insubordinado del corazón y del imparable borboteo de la sangre, está lo inerte, el imperturbable montón de hierros retorcidos. Levy nos presenta, literalmente, al mundo de cabeza, la realidad subvertida. Un desorden se instala en el orden precario de las cosas. 

 

Si bien las tomas suelen ser abiertas, Diego Levy también gusta del fragmento o el detalle del desastre: los pliegues metálicos que se dibujan en la lámina acerada de un camión volcado, un parabrisas que traza las líneas astilladas y sinuosas de la tela de una araña. O bien, nos da la parte por el todo: un asiento arrancado en plena calle, un espejo retrovisor en un terreno baldío. 

Su mirada se deja seducir por las líneas y los planos, los cortes abruptos y las segmentaciones, las contrapicadas de esos enormes camiones que sucumben ante la gravidez de la carga o la simple distracción del instante. Ahí permanecen aún erguidas, de cabeza o de lado esas gigantescas e improbables moles de hierro de vivos colores o de tonos cercanos a la herrumbre bajo diáfanos cielos de un azul impasible o marcados por las nubes como en un cuadro hiperrealista. Ahí persiste también el fuego que, aunque controlado, aún halla sustento al interior de un camión carcomido por el óxido.

 

Choques es el escueto título de este libro. La otra serie de imágenes de Diego Levy se titula, sintomática y paradójicamente, Sangre. Es de pensarse. Levy vacía de tragedia el contenido de la imagen, erradicando ese líquido rojo y espeso, que quizás esté dado, sin embargo, por analogía. Si hubiera que pensar en cuáles son los dos colores que campean a lo largo de este libro, creo que serían el límpido e ingrávido azul de los cielos del sur y el rojo, el intenso rojo de la  sangre. 

Patricia Gola 

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